La semana pasada decía García Márquez en su columna habitual que “los últimos libreros bien orientados y buenos orientadores se murieron hace tiempo“.
Yo pensé al leer esto que en Quito somos afortunados, porque todavía nos quedan algunos, como el señor Carrera, de la librería Cima, Enma Chiriboga, de la Española, Alicia de Pino, de la Científica, Susana
A continuación escontrarás en documento original escaneado del diario que se publicó en:
Diario El Comercio, Domingo 24 de Julio de 1983, Rodrigo Villacís Molina
De Kingman, de la Pomaire, por no citar sino a los que más conozco. Gente con la cual uno puede cometer la imprudencia de entusiasmarse al descubrir en las estanterías un título de especial interés personal; porque ellos no solo comprenden al cliente, que viene a ser con los años mucho más que un miembro de familia, sino que participan sinceramente de su entusiasmo.
Además, parece que tienen todo el tiempo del mundo para hablar con nosotros, y muchas veces nos daba en secreto un pedazo de pastel de manzana.
No, los buenos libreros no se han acabado entre nosotros, aunque sean muchos más, ciertamente, los que, en cambio, tienen una librería sólo como negocio, sin reparar en que el producto con el cual comercian es diferente a todos los demás, con excepción del pan.
Todavía tenemos libreros de los buenos, con una mística propia de su oficio; sacerdotes laicos que nos entregan el libro como si nos dieran la comunión.
Y hay algunos más jóvenes que los nombrados, como Edgar Freire, de la Cima, quien nos daba ayer no más su apreciación de lo que observa a diario.
Para él son los medios de comunicación los que determinan el interés de la mayoría de lectores, quienes buscan el libro que responda al tema del momento, como el caso de la guerra de las Malvinas, el conflicto de Centroamérica, etc., y dentro de nuestra circunstancia la tragedia de Roldos, que vendió alrededor de 30 ejemplares del libro “Viva la Patria“.
Sin embargo, a ciertas tendencias en el comportamiento del lector, que obedecen a otros factores: el gusto por el esoterismo en los años 60, que agotaba los títulos de Lopsang Rampa, Bergier y Panwels, etc., después la literatura que algunos llaman de motivación, con “fórmulas“ para alcanzar sin mucho trabajo al éxito, y los libros de medicina naturista, que ahora se están vendiendo como nunca, quizás por el alto costo de la medicina académica.
Pero al margen de estas modas de librería, en nuestro medio se ha despertado una gran avidez por el conocimiento de la realidad nacional, incrementando el consumo de los nuevos libros de carácter socio económico, histórico y político.
Y es la gente de clase media-baja la que compra; esto es la gente con recursos económicos medios, si no escasos. En cuanto a las mujeres, todavía son pocas las que van en busca del libro, pero cuando se trata de títulos atrevidos, son más francas que los hombres y piden sin rodeos; mientras éstos se dan muchas vueltas antes de animarse a mentir: “quisiera regalar a un amigo una novela de Xaviera Hollander…“.
¿Y la literatura de humor? Podría pensarse que en esta crisis la gente acudiría a la literatura humorística para no olvidarse de reír; pero al contrario, nadie la busca, quizás porque las intervenciones diarias de los políticos son suficientes.
Los llamados best sellers salen en gran número al principio, mientras dura el efecto de la publicidad; pero con pocas excepciones pronto se paraliza la venta, y a veces se convierten en huesos. Más hay algunos libros de éxito que se siguen reeditando por mucho tiempo, como El festín del petróleo, de Jaime Galarza, superado sólo por “Cocinemos con Kristy“ cuyo nivel de ventas sólo es comparable en el Ecuador al de Cien años de soledad.
El gran problema hoy es el precio de los libros que va desde los 160 sucres al más barato, hasta más allá de mil sucres una novela como Palinuro de México. Sin embargo los libreros dicen que de ninguna manera son ellos los que se quedan con la parte del león (sin alusiones personales), sino los distribuidores de las grandes transnacionales de libros, a pesar de lo cual quebró no hace mucho la Aguilar, de España, y otras andan en dificultades.
Por otra parte, el costo del dólar está limitando las importaciones, de tal manera que al librero que antes pedía 20 ejemplares de un título, hoy pide 5.
En cambio con la producción nacional, cuando se trata de los organismos culturales, el problema principal es la mala distribución. Uno no sabe donde conseguir los libros que le interesan. Haga usted la prueba con las ediciones de nuestras universidades, de los consejos provinciales y municipales, de la Casa de Montalvo, de los núcleos provinciales de la Casa de la Cultura, etc.
Y hay libros que son diariamente solicitados, incluso porque constan en los planes nacionales de educación como Plata y bronce, de Fernando Chaves, las Cruces sobre el agua de Gallegos Lara, entre otros muchos, que nadie se preocupa en reeditar. ¿Por qué seremos así?
La solución para el lector que no halla en las librerías el título que busca, o que no puede pagar su precio, serían las bibliotecas públicas; pero uno corre el riesgo de encontrarse ahí con unos ogros cuya única consigna parece ser la de cuidar que no se roben sus libros.
Y esto a pesar de los esfuerzos de Matilde Altamirano por profesionalizar a sus colegas, y de Laurita de Crespo por hacerlos más humanos. Claro que hay otros bibliotecarios que también han entendido su misión, como lo quería Ortega y Gasset, pero son tan escasos que no hacen verano en las bibliotecas.
Charla y charla, se ha venido la noche y hay que cerrar la librería. Definitivamente García Marques es un exagerado, todavía hay buenos libreros.
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