Siempre en el mundillo de los intelectuales se cuecen habas y cuando están a punto hay que servirlas en lenguaje figurado, con la sal y pimienta de la ironía. Así hemos de entender esta nota de Rubén Darío Buitrón, tras de cada una de cuyas líneas hay una intención que no es difícil descubrir, porque a buen entendedor…
ANFORA
EL COMERCIO , sábado 17 de Septiembre de 1983
Rubén Darío Buitrón
Todo empezó un domingo cuando al levantarme se me vino a la nariz un olorcito medio especial que me llamó mucho la atención, y claro, llegó, estuvo a punto de reventarme la hiel y se fue, así, sin más ni más.
Como buen aprendiz que pretendo ser, siempre estoy pendiente de cualquier olorcito o saborcito que mis sentidos puedan percibir. Pensé que la sensación aquella del domingo no volvería a producirse, pero ahí estuvo otra vez, puntual, el otro domingo por la mañana. Pese a mi inexperiencia intenté reconocer el origen del misterioso olor, pero no lo conseguí por más que busqué e investigué en ese gran best-seller ecuatoriano que es “Cocinemos con Kristy“.
Al tercer domingo la cosa se puso seria. Entonces decidí consultar con un amigo, también aprendiz aunque un poco más vivido en estas cuestiones. El me explicó que de lo que se trataba era que el olorcito aquel venía de la cocina de los vecinos recien llegados al barrio. Estos vecinos, muy expertos en arte culinario, habían venido decididos a tomarse la sartén por el mango, y así empezó esta historia.
Picado por la curiosidad – propia de un principiante en estas lides- , pensé que lo mejor sería acercarme a los expertos vecinos y lograr que me invitaran alguna mañana a uno de sus suculentos desayunos. Los vecinos, de acuerdo a las informaciones obtenidas de mi amigo, habían llegado al barrio precedidos de un gran curriculum en materia cultural y culinaria; ni siquiera las profundas experiencias de la Subsecretaria de Cocina ni de la Casa de la Cocina Ecuatoriana bastaba: ellos traían la receta perfecta para conseguirlo todo.
Por supuesto, cuando logré sentarme a su mesa me ofrecieron tantos manjares que fue imposible para mí – estómago de principiante-, servirme todo ello, además de que mis anfitriones empezaron a explicarme con demasiado cientificismo este asunto de sus secretos en la cocina. Al final, apenas pude servirme una rebanada de libro mientras en la mesa quedaba lo demás. Hasta allí, todo bien: hasta me puse contento con el pedazo que me había tocado.
Más tarde supe que no todo manjar hace bien al estómago. En la ocasión en que mi afán de aprendizaje me llevó a la cocina de los expertos vecinos, estos habían criticado duramente todo cuanto se había cocinado en el barrio; habían demostrado conocer mucho del arte culinario; habían prometido convertirse en poderosos señores con la sartén por el mango; habían jurado revolucionar las recetas literarias que hasta entonces el barrio entero seguía con devoción.
El sabor era dulce, prometedor. Pero un buen día – de esos que nunca faltan en los cuentos- , llegó la oportunidad de criticar a los vecinos viejos que andaban cocinando novelas rancias con recetas de los años treinta; y, nada de la crítica. Los nuevos vecinos, expertos, por lo demás, nada dijeron: la rebanada de libro empezaba a tomar un saborcito agridulce en tanto el barrio, impresionado con la alta cocina de los nuevos vecinos, hablaba hasta por los codos, con lugares comunes y todo.
Se rompió el famoso grupo de cocina conocido como el Círculo de los Elogios Mutuos y se fundó un club para cuyo ingreso sólo había que seguir al pie de la letra con las recetas revolucionarias.
El tiempo ha pasado y ahora no es posible intentar una comida distinta porque los expertos vecinos podrían pensar mal de los inexpertos y jóvenes vecinos como nosotros. Los domingos, para los aprendices como yo, se vuelven un martirio: ya no hay un solo suplemento en donde no aparezca sus infalibles recetas elogiosas.
Es difícil encontrar una hoja de las secciones culturales en la que no asome al menos un datito de las actividades del Club de Cocinas de los Auto elogios. En las revistas, para colmo, la preceptiva culinaria del siglo XXI también empieza a invadirnos. Y todo gracias a los expertos en cultura saltada con legumbres y en literatura al orange.
La receta, por si ustedes los novatos quieren saberla, es muy simple: dos cucharaditas de sutileza, un cuarto de litro de viveza, una pizca de experiencia internacional y basta. Revuelva todo y tendrá el famoso – y novedoso, por si acaso -, plato “poder cultural a la ecuatoriana“.
Lo cierto es que si los inexpertos nada hacemos y dejamos a los sabios con la sartén por el mango, estamos fritos. Y todo “ porque el Ecuador cocina…“
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